Las distintas velocidades de Europa

, de Miguel G. Barea

Las distintas velocidades de Europa

Desde hace varios años se escucha en los medios de comunicación un debate titulado como el de “las dos velocidades de Europa”. Ahora bien, los sujetos a quienes atribuir cada una de las velocidades varían según el autor, de manera que el tópico engloba varias discusiones, todas simultáneas y relacionadas entre sí.

El concepto de «las dos velocidades de Europa» tuvo en su origen un sentido puramente económico, en concreto para predecir los desajustes que conllevaría adoptar una moneda única en distintos países. No obstante, los medios de comunicación han ampliado su significado. Hoy en día, se habla de distintas Europas para explicar las diferencias, conflictivas o no, que tiene lugar en el continente.

Por ejemplo, a raíz del movimiento popular 15-M en Madrid, liderado intelectualmente por el desaparecido Stephan Hessel a través de su manifiesto «Indignaos», se terminó de desarrollar una dialéctica norte-sur, extrapolando al territorio europeo el discurso anti-globalización. Según esta visión encontramos un centro y un norte de Europa desarrollados, en torno a Alemania, mientras que la periferia (Grecia, España, Italia, Irlanda y Portugal) sufren las consecuencias de una crisis económica y financiera sin precedentes. Así, el próspero Norte resulta en buena parte responsable de la dificultad que padece la periferia, cuya juventud se ve obligada a emigrar ante la falta de oportunidades en sus respectivos países. Partidos como Syriza en Grecia o Podemos en España han alimentado su discurso electoral con esta serie de argumentos, abogando por un «europeísmo de los pueblos del Sur».

Otros autores como Zygmund Baumman o Tony Judt trazan la línea divisoria entre el Oeste, otrora parte del llamado “mundo libre”, y el Este, antiguos estados comunistas durante la época de la Guerra Fría. Los países occidentales disfrutan de un mayor desarrollo social y económico, y buscan poco a poco hacer oír su voz en política internacional, tras varios años de influencia-y dependencia- estadounidense. Su modelo sería el ahora cuestionado Estado de Bienestar.

En cambio, en el antiguo bloque comunista se desconfía de aquello que hasta hace poco caracterizaba a esos países: protección social, estatismo y principio de supranacionalidad, que tanto recuerda a la época dictatorial. Europa es sinónimo de libertad, que para muchos significa liberalismo o neoliberalismo. Huelga decir que el nivel de vida no es tan elevado en el Este, y que a su vez los sectores conservadores occidentales observan con recelo a sus vecinos orientales, temerosos de una emigración masiva que les obligue a compartir sus recursos y a reducir el nivel de vida. De acuerdo con esta perspectiva, una de las mayores dificultades para la integración europea consistirá en elaborar un mismo discurso a ambos lados del extinto Telón de Acero, habiendo reflexionado previamente sobre los verdaderos objetivos comunes de Europa, para que la retórica europeísta deje de tener significados opuestos en el Este y el Oeste.

Diversidad: algo más que un arma geopolítica

Las diferencias norte-sur y este-oeste son innegables. Mas al hablar solo de divergencias entre los distintos estados no hacemos sino reducir la dimensión sociocultural de Europa. Si queremos obtener una panorámica de todo lo que acontece en el viejo continente, conviene tener en cuenta las diferencias que se dan dentro de un mismo país. Primero, porque son igual de notorias. Segundo, porque las respuestas ante esos desequilibrios nacionales pueden fomentar el diálogo entre países y, paradójicamente, servir como nexo de unión entre las poblaciones de cada uno de los territorios que conforman la Unión Europea, partiendo del principio federalista de que los problemas comunes exigen soluciones comunes.

Conviene recordar en primer lugar la dialéctica marxista clásica, que abogaba por la lucha internacional de clases, oponiéndose al nacionalismo. Si bien el desarrollo y la consolidación de la clase media parecía haberla condenado al olvido y que los partidos socialistas y comunistas occidentales debían escoger entre reinventarse o desaparecer, la crisis económica ha desenterrado en parte el llamamiento a la unidad de los proletarios de todos los países. La intelectualidad marxista y de izquierda de hoy siguen manteniendo que las diferencias entre trabajadores y burgueses son mayores que la que puedan darse entre dos personas de una misma clase social de distintos países.

Hace poco, adaptando la teoría a la realidad del siglo XXI, el sociólogo Guy Spunding introdujo el concepto “precariado” o “proletariado del siglo XXI”, refiriéndose a aquellas personas, por lo general jóvenes y bien formadas, que se ven obligadas a desempeñar un oficio temporal de menor cualificación, viviendo en una continua precariedad. El marxismo, bien en su vertiente clásica o renovada, sí tiene en cuenta a las clases populares de los países desarrollados, así como a los privilegiados de la periferia. Es en este punto donde se diferencia de los movimientos de indignados o altermundistas, criticados por haber pecado de generalistas.

Igual de importante sigue siendo el conflicto intergeneracional que floreció en los años 60. El efervescente Mayo del 68 enfrentó a la juventud de la época con la más conformista generación de sus predecesores, supervivientes de la Segunda Guerra Mundial. El desarrollo de Internet y las nuevas tecnologías es ahora la nueva brecha entre padres e hijos. Los jóvenes de hoy, al igual que los de los años 60, buscan activamente diferenciarse de los mayores. Incluso se ha creado el término millenials o «generación Y», caracterizados por el uso y disfrute aparatos digitales, la afición a los viajes, el dominio de varios idiomas, así como por la preocupación por el medio ambiente, la correcta alimentación y su propia salud. Ocupaciones muy distintas a los de sus antecesores, simplemente porque no tuvieron la oportunidad de vivir de esa manera.

La juventud contemporánea está más cohesionada de lo que podría parecer, gracias a las redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram), a programas de intercambio de estudiantes (Erasmus, Erasmus + y demás becas internacionales) o la cada vez más amplia oferta internacional de viajes (Interraíl, vuelos low cost). Todo ello ha permitido a los jóvenes atravesar fronteras antes cerradas para relacionarse con sus homólogos y compartir inquietudes. De hecho, se estima que el programa Erasmus es responsable de un millón de nuevos nacimientos en la Unión Europea [1], unos niños que seguramente tengan doble nacionalidad y hablen más de un idioma gracias al diverso origen de sus progenitores.

Cartel reivindicativo del Mayo del 68 parisino.

Por último, la reciente oleada de refugiados también ha puesto de manifiesto el divorcio existente entre los distintos gobiernos y sociedad civil en la Europa continental. Como bien indicaba Félix de la Fuente en un artículo para esta misma publicación, son los voluntarios y las asociaciones quienes están respondiendo con mayor rapidez y efectividad ante la llegada masiva de población inmigrante, frente a unas instituciones lentas o del todo inoperantes a quienes la crisis parece haberles sorprendido. Este desfase se percibe aún mejor en los países fronterizos de la unión, como Hungría, donde la actitud de la población o la opinión pública son contrarias al despotismo xenófobo de su presidente, Victor Orbán. Las instituciones supranacionales, como la Comisión Europea, sí que han mostrado una mayor consonancia con el sentir de la población al promover el reparto en cuotas de 12.000 refugiados. No obstante, la acción de la Unión Europea todavía resulta ineficaz para afrontar los retos que asolan el viejo continente, debido en parte a la resistencia de ciertos gobiernos a ceder su soberanía y a la distancia entre las instituciones europeas y la población.

Unidad nacional frente a federalismo

Podría parecer que las distintas divergencias antes citadas imposibilitan cualquier tipo de construcción europea. Y así es, siempre que mantengamos una perspectiva nacionalista tradicional. Si pensamos que todo cuerpo político ha de tener unas características comunes (misma lengua, historia, cultura, tradiciones, raza…) y que éstas determinan a su población, el discurso europeísta resulta demasiado forzado para ser llevado a la práctica. Para unificar Europa de esa manera habría que establecer una “escala de europeidad”, totalmente subjetiva y opuesta al principio de igualdad de todos los ciudadanos, y como consecuencia una o varias culturas dominarían sobre las demás, a imagen y semejanza de los antiguos imperios.

A su vez, la “voluntad ciudadana” en la que se inspiran ciertos nacionalismos contemporáneos para justificar sus reivindicaciones territoriales es imprescindible, pero insuficiente, para justificar el proyecto europeo. Por supuesto que ha de haber una tendencia favorable de la población, pero ésta per se no ha de legitimar nada, dado que las opiniones fluctúan más rápido que las leyes y se gestan en menos tiempo que las instituciones. Además, la Historia demuestra que la voluntad popular no ha ido siempre en consonancia con las necesidades de la población o el sentir de los tiempos (así se explica, por ejemplo, la tardanza en la consecución del voto femenino o en la abolición de la pena de muerte en determinados territorios económicamente avanzados). Una Unión Europea sometida a los vaivenes de la opinión pública sería una construcción política demasiado débil e ineficaz al poder desmembrarse con facilidad.

Manifestación de apoyo al Euromaidán ucraniano en París, año 2013.

Por tanto, para el correcto desarrollo del discurso europeísta será imprescindible tener en cuenta la corriente federalista, desarrollada por Altiero Spinelli o Jean Monnet, entre otros. Solo a través de esta fórmula, que tiene en cuenta tanto las particularidades de los pueblos europeos como sus semejanzas, y que aboga por solucionar los problemas comunes siempre desde una legitimidad democrática, con el individuo (y no la nación o el Estado) como sujeto de Derecho, se podrá articular un más que necesario proyecto europeo.

Y a pesar de las múltiples crisis a las que se ve sometida, parece que Europa, al menos en el plano teórico y del debate, comienza a despertarse por enésima vez. Esperemos que esta vez sí se levante.

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